Trabajando con la ira
por Gonzalo Brito, autor de Mindfulness y Equilibrio Emocional
En este post comparto un breve fragmento del libro Mindfulness y Equilibrio Emocional (capítulo 8, (Trabajar con la Ira). En este texto exploramos la ira como una emoción que tiene pleno sentido desde una perspectiva evolutiva y con la cual podemos relacionarnos de manera más constructiva que desde la represión o la ciega expresión.
¿Qué es la ira?
La ira es una emoción universal cuya principal función adaptativa consiste en remover obstáculos que nos impiden conseguir objetivos que nos son relevantes. Cuando sentimos ira es porque nuestro cerebro primitivo intenta decirnos que hay que cambiar algo (por ejemplo, que debemos eliminar algo que nos está bloqueando). Compartimos esta emoción con otros mamíferos, incluso con los reptiles.
Un bebé humano ya viene perfectamente equipado para enfadarse. Puedes comprobarlo si sujetas a un niño por los brazos detrás de su espalda, impidiéndole que agarre algún juguete que tenga delante y le haya llamado la atención: se enfadará bastante, fruncirá el ceño, tensará los músculos, intentará avanzar hacia el juguete y quizás hasta se pondrá a gritar. Cuando el bebé sea mayor, puede tener una reacción bastante parecida si alguien le cierra el paso en la autovía, sobre todo si va tarde a una reunión importante. La ira también aparece cuando te tratan injustamente a ti o a personas con quienes te sientes conectado, o cuando algo o alguien te impide conseguir lo que te propones o satisfacer tus necesidades.
Aunque es perfectamente posible enojarse con uno mismo la energía de la ira por lo general va dirigida hacia fuera y suele ir acompañada de una acusación. Esta tendencia a acusar, criticar, castigar y tomar represalias hace que la ira sea una emoción especialmente difícil de manejar y una gran fuente de sufrimiento interpersonal. Cuando nos sentimos enojados con alguien, nuestro sentido del «yo» y el «otro» tiende a solidificarse en la mente. En este estado, solemos exagerar todo lo negativo de la otra persona y nos volvemos ciegos a sus cualidades positivas, lo cual, a su vez, alimenta la aversión. En nuestra mente enojada, la complejidad y la sutileza del otro se reducen a una caricatura monolítica llamada «el enemigo».
Muchas veces nos preguntamos por qué las personas más cercanas son con las que más nos enfadamos. En primer lugar, quienes mejor nos conocen también saben qué es lo que más nos puede doler. Alguien dijo: «Tu familia sabe cómo apretar tus botones; ellos los instalaron». Pero una razón más profunda es que normalmente es más seguro mostrarse enfadado con alguien cercano que con un extraño. La agresividad que te despierta tu jefe a veces la diriges a tu pareja… porque es menos probable (aunque no imposible) que tu pareja te despida. De hecho, podemos estar frustrados con nosotros mismos y dirigir esa rabia hacia fuera, y es bastante increíble que nos podamos enfadar incluso con objetos inanimados: el ordenador, la puerta, la pared, el zapato… Esto revela algo interesante: aunque sintamos que la fuente está fuera, en realidad la ira viene desde dentro. Los otros simplemente hacen como si fueran el verdadero enemigo, cuando en realidad son nuestros «entrenadores de paciencia», ofreciéndonos oportunidades para explorar y domesticar el hábito de la ira. Si todo el mundo fuera amable y considerado, ¿cómo podríamos entrenar la paciencia?
Más allá de la represión y de la ciega expresión
La ira es complicada porque supone un coste tanto a la hora de expresarla como de reprimirla. Reprimirla en realidad no soluciona nada. Solo pospone la necesidad de ocuparse de ella, mientras se va cociendo a fuego lento y en silencio debajo de la superficie, causando estragos en el cuerpo. Pero si la manifestamos, casi invariablemente hiere a otros o provoca represalias. Otra costumbre habitual es «alimentar» inconscientemente estados mentales de enojo a través de nuestras historias de culpabilización y victimización, con lo cual el hábito del enojo cobra aún mayor fuerza. En la actualidad pocos son los terapeutas que aconsejan a sus pacientes que expresen libremente su enfado con otros reales o simbólicos (dar puñetazos a una almohada, gritar en una habitación vacía, etc.) en parte porque la neurociencia ha demostrado que, cada vez que expresamos la ira, la entrenamos y reforzamos en nuestro cerebro. La idea de que si sueltas la cólera te quedarás bien y tranquilo es simplemente falsa: la satisfacción que esa descarga pueda producir no será más que un alivio pasajero, y la ira aparecerá de nuevo. Chögyam Trungpa, un maestro tibetano de meditación, decía sobre este ciclo: «No puedes eliminar de verdad el dolor mediante la agresión. Cuanto más asesines, más fortaleces al asesino, que creará nuevas razones para asesinar. La agresión crece hasta que ya no queda espacio; todo el espacio se ha solidificado» (Trungpa, 1999, pág. 73).
La mayoría de las personas saben que cuando expresamos la agresión obtenemos una cierta satisfacción o alivio. La expresión de la ira puede tener una cualidad seductora y provocar un subidón de adrenalina; por esto se puede convertir en un hábito, incluso en una adicción. La ira es como un combustible. Cuando nos enfadamos, nos sentimos más fuertes y más grandes –piensa en el gato furioso, con la columna arqueada y el pelo erizado, simulando así que es más grande de lo que realmente es para asustar a quien de verdad le asusta–. Sin embargo, la ira no es un combustible muy eficiente: se quema a altas temperaturas, es caro (nos puede costar la salud y nuestras relaciones) y acaba por corroer el sistema. Además, el primero en recibir la ira es la persona enojada: tú eres el principal destinatario de tu ira. Hay un proverbio chino que lo resume así: «Cuando emprendas un viaje de venganza, cava dos tumbas».
Afortunadamente, existen otras opciones además de las «tres puertas» de la represión, la expresión y la alimentación inconsciente. Cuando se perciben ofensas u obstáculos, es normal que surja la reacción de la ira. Simplemente es la expresión de nuestra naturaleza y nuestra evolución como especie. Aunque podamos conseguir enfadarnos con menor frecuencia, la ira siempre formará parte de nuestra vida emocional; por lo tanto, es fundamental aprender a establecer una relación sabia con esta energía. Cuando recuerdes que no eres solo una víctima de tu ira, y que puedes utilizarla como un camino de autodescubrimiento para cultivar la conciencia plena, serás capaz de comenzar a practicar estar presente con la ira, conectar con ella y dejar que su energía surja y se desvanezca sin actuar sobre ella ni reprimirla.
Esta es la «puerta número cuatro». No subestimes el poder de este sencillo método. Como la mayor parte de la meditación, es simple, pero no fácil. La capacidad de trabajar con la ira con atención plena no es una proposición binaria, algo que tienes o no tienes. Es una práctica que se adquiere paulatinamente y que fortalece el músculo de mindfulness frente a experiencias agradables y desagradables. En vez de identificarnos con la ira, rechazarla o no ser conscientes de ella, podemos aprender a acercarnos a ella con una actitud abierta y curiosa, confiando en que probablemente tenga algo que enseñarnos y en que esto puede ser una parte muy productiva de la práctica. Es posible que no sea una idea evidente, pero es muy importante entenderla bien: la ira no está fuera del espacio de la práctica de mindfulness. De hecho, nos ofrece una oportunidad excepcional de practicar, de abrirte cuando el hábito te dice que te cierres, de conectarte con la experiencia cuando el hábito dice que te desconectes y de preguntarte si la imagen que te has construido de ti mismo y de los demás es tan sólida como parece.
Ejercicio: Mindfulness de la ira
Esta es una visualización guiada en la que recordarás alguna vez en que estuvieras enfadado, y esto nos servirá para explorar la «geografía interior» de la ira. Al invitarnos a notar los lugares del cuerpo donde se manifiestan las sensaciones, la calidad de estas sensaciones y cómo cambian, este ejercicio nos ayudará a familiarizarnos con esta forma de energía, a verla más de cerca y a reconocerla más fácilmente cuando aparezca. No practiques este ejercicio apresuradamente. Deja bastante espacio antes y después de la parte principal, para poder practicar mindfulness de la respiración. El objetivo del ejercicio no es acabar con la ira, sino poder experimentarla de manera segura, observando las sensaciones cambiantes del cuerpo.
Utiliza las siguientes instrucciones como una orientación, y modifícalas según lo necesites. Por favor, lee cada punto y dedica dos o tres minutos a seguir las instrucciones antes de pasar al siguiente. Recuerda que tienes pleno control sobre este ejercicio. Puedes adaptar las instrucciones y regular su intensidad tanto como quieras.
Siéntate en posición de meditación, cómodo y atento, con las manos relajadas y los ojos cerrados. Siente tu cuerpo, siente las partes que están en contacto con la silla o el suelo.
Haz varias respiraciones profundas, llenando completamente el torso y soltando después todo el aire.
Recuerda alguna vez en que hayas sentido ira. Puede ser este mismo año o el año pasado, pero ha de ser relativamente reciente. No es necesario que escojas el episodio de ira más intenso; de hecho, es sabio comenzar con algo más pequeño, pero ha de ser real. Visualiza y siente lo que sucedió, dejando que aparezca de nuevo la ira, en este instante. Permite que el sentimiento se intensifique cuanto sea posible dentro de tu zona de seguridad.
A menudo ocurre que, al recordar un episodio de ira, aparecen otras emociones, como la tristeza o el miedo. Por ahora, intenta quedarte con la ira.
¿En qué parte del cuerpo experimentas la ira? Explora las sensaciones. Puede que te sientas tentado a rechazarlas. No lo hagas; en cambio, investiga cómo sientes la ira en el cuerpo, observando las sensaciones, burdas o sutiles, en todo el cuerpo. Al notar la sensación, ¿aumenta o disminuye?, ¿cambia o se mueve?, ¿es cálida o fría?
Practica traer compasión a la ira. La ira es una emoción normal, y forma parte del ser humano; todos nos enojamos de vez en cuando. Comprueba si puedes sostener tu propia ira como una madre sostiene a su hijo recién nacido. ¿Qué ocurre cuando la sostienes de este modo, con atención y ternura?
Y ahora, poco a poco despídete de este sentimiento. Devuelve paulatinamente la atención a la respiración y quédate ahí durante un rato, dejando que las emociones se asienten en la espaciosidad de tu respiración y tu conciencia.
Cuando termines, reflexiona sobre las siguientes preguntas: ¿qué sensaciones notaste en el cuerpo?, ¿cambiaban al observarlas?, ¿pudiste traer algo de compasión hacia tu propia ira?, ¿qué ocurrió con la ira al hacer esto?